La borrasca Filomena llega a Madrid el viernes 8 de enero de 2021 y en menos de 24 horas deja la capital congelada y lista para ser retratada.
Ese primer viernes salgo por la tarde. Los primeros copos de nieve ya están cayendo, pero como suele ser habitual en la capital, no llegan a cuajar y rápidamente se derriten. En esta primera salida me dirijo al parque del Retiro. Debió ser uno de esos días en los que la inspiración se ha quedado atrás y apenas hice ninguna foto en esa primera parte del recorrido. A continuación, pongo rumbo a la Gran Vía y llego hasta el Corte Inglés de la plaza de Callao; desde la cafetería del Club del Gourmet se ve de frente el edificio Carrión, famoso por su luminoso anuncio de Schweppes. De ahí, me dirijo al hotel Riu en la Plaza de España. Aquí también la terraza está cerrada en previsión del mal tiempo, pero aún desde dentro del bar se puede disfrutar de una vista privilegiada de la Gran Vía, la Plaza de España (todavía en obras), el Palacio Real, la Plaza de Oriente y el Teatro Real, el Tempo de Debod, entre otros. Vuelvo a casa con buenas fotos de los tejados de Madrid.
El sábado por la mañana amanezco poco antes de las 6 a.m.; normalmente soy madrugador, pero la expectación de la nieve no me ha permitido conciliar el sueño durante más horas. Corro la cortina del dormitorio y la imagen del tendedero con la ropa colgada y con un palmo de nieve me deja boquiabierto – si en el grosor de un cable y una sábana se ha amontonado tanta nieve, ¡qué no habrá en la calle acumulado!
Rápidamente me asomo a la calle. Lo que veo desde la ventana es impactante. Mi yo más cauto (y “comodón”) me pide no salir del confort de la casa y limitarme a ver la nevada través de la ventana.
Después de un rato venzo esa pereza inicial. A ello contribuye mi amigo Arturo quien me recuerda una anécdota de Juanito Oiarzabal: el montañero cuenta que el puerto de montaña más duro está en la puerta de casa; es ese que tienes que superar para salir cuando fuera nieva y las temperaturas son gélidas – una vez conquistado ese puerto, el resto son mucho más llevaderos.
Busco en el armario. No tengo ropa específica para la nieve, pero me coloco varias capas de ropa térmica, unos pantalones de trekking, el abrigo más gordo que tengo, guantes ligeros (para manejar la cámara) un gorro de lana, y unas botas de agua (sí, ¡de agua!). No se me olvida la mascarilla, seguimos en pandemia. También preparo el equipo fotográfico – en una nevada en Nueva York justo hacía un año aprendí (por la vía “dolorosa”) la importancia de proteger las lentes de la humedad y el frío. Así, cogí una mochila para cargar la cámara, pero me dejé atrás la gasa para secar los cristales. Nunca se deja de aprender.
Ya estoy en la calle. pocas veces me ha impactado tanto una escena (la anterior fue en mi primera inmersión de submarinismo). En este caso, no daba crédito a que aquello fuera Madrid. La imagen era insólita: calles desiertas, un silencio sepulcral, coches completamente cubiertos de nieve, árboles caídos en mitad de la calle, una especie de penumbra… Lo más cercano a una escena de Hollywood. Lejos del habitual dinamismo de la capital, todo parece ocurrir a cámara lenta, a la velocidad marcada por los copos en su caída. La nieve desciende lateralmente; según a donde dirija la cámara, los copos caen directamente contra el cristal del objetivo; ¡se prevé una jornada difícil!
A la hora de hacer fotografía callejera, soy más “productivo” si, en vez de deambular sin rumbo, tengo un objetivo predefinido. Me propongo llegar hasta el Rastro; tenía en mente una imagen de la nieve cayendo sobre la estatua de la plaza del Cascorro, similar a una que había visto la noche anterior en redes sociales.
En mi mente compongo el camino que quiero seguir: plaza del Marqués de Salamanca, Príncipe de Vergara, Goya, Serrano, Colón, Cibeles, Alcalá, Sol, Plaza Mayor, La Latina y finalmente el Rastro. Ese trayecto lo hecho a pie en muchas ocasiones, pero en ese momento todavía no me puedo imaginar lo que tengo por delante.
Cada uno de los rincones emblemáticos de Madrid me regala una estampa única. Los monumentos, en ese escenario níveo, son protagonistas de imágenes de por sí irrepetibles, y que ganan todavía más fuerza al introducir en la composición a otros “exploradores”, personas que se abren camino por la calzada, normalmente territorio exclusivo de los coches.
Dos horas más tarde, llego a la plaza del Cascorro, la meta que me había fijado. Encuadro, hago la foto que venía a buscar – objetivo conseguido.
Espera… la cámara se ha congelado, literal. Por un momento pienso “hasta aquí llegó mi aventura fotográfica”. Busco un sitio donde resguardarme del frío e intentar que la cámara entre en calor (cosa que tampoco me vendrá mal a mi también). Un amable vecino del barrio me deja entrar en el portal, donde aguardo unos minutos.
Buenas noticias, ¡hay “partido de vuelta”! Es decir, la cámara ha resucitado. Menos mal, me evito un regreso amargo, exasperado por la imposibilidad de realizar más fotos en este escenario que desaparecerá en unas horas.
Aprovecho que estoy por el Rastro y me acerco a varias tiendas que me gusta visitar cuando paseo por allí los domingos. Si las fachadas de estos establecimientos ya tienen encanto de por sí, la nieve les da un matiz todavía más especial. Aprovecho para tomar varias fotos que en su momento pueda incluir como recuerdo en un libro sobre el Rastro.
Es hora de emprender el camino de vuelta. El panorama ha cambiado; calles que antes estaban casi desiertas, ahora están repletas de gente que ha salido a admirar el espectáculo. Por unos momentos, el Covid-19 y la amarga pandemia pasan a un segundo plano; todo el mundo (niños y no tan niños) disfrutan jugando con la nieve.
Finalmente llego a casa después de cinco horas de salida y habiendo caminado unos 12 kilómetros; es sin duda de las más duras que he hecho con la cámara, pero también de las más gratificantes.
Los próximos días vuelvo a salir a retratar la estela de Filomena a su paso por Madrid. La borrasca deja atrás la nieve y es reemplazada por una ola de frío. En esas escapadas hay que extremar la precaución, evitando los resbalones sobre el hielo y los bloques que se desprenden de tejados y balcones.
El domingo vuelvo al Rastro; como era de esperar, las tiendas están todavía cerradas. De hecho, hasta el domingo siguiente no abrirán algunas de las tiendas que disponen de local; los puestos ambulantes no reaparecerán hasta el domingo 24 de enero.
Aprovecho para subir a la terraza del Ayuntamiento de Madrid y contemplar la fuente de Cibeles, todavía congelada.
Además, me acerco (o más bien me acerca mi amigo Busta) hasta el Cerro del Tío Pío, en Puente de Vallecas; desde lo alto se puede disfrutar la que es, para mí, la mejor vista panorámica de la capital. La nieve en los tejados ya casi ha desaparecido, pero al fondo todavía se aprecia la sierra cubierta de un manto blanco de nieve.
Después de una semana, acumulo en el carrete (digital) casi 3.000 fotografías; eso me supondrá varias tardes de revisión y selección. Muchas no pasarán el filtro, pero sin revisarlas una a una ya tengo mi favorita: la que hice de un señor (pertrechado con su cámara, paraguas y bufanda) tomando una instantánea del Oso y el Madroño de la Puerta del Sol – en la foto también se ve al fondo el icónico cartel de Tío Pepe.
Esa fotografía, bajo el título “Icónicos”, resultará finalista en el concurso “Filomenta a mi pesar” organizado por el Museo Historia de Madrid. Así pasará a formar parte de los fondos del Museo de Historia de Madrid, dentro de la Colección de Fotografía.
Muchos medios de comunicación se harían eco de la notica. De todas las menciones, me hace especial ilusión la aparición de mi fotografía en el informativo de Antena 3. Claro está, sumado al honor de poder contribuir a un pedacito de la historia de la ciudad.
Miro atrás con nostalgia. Teniendo en cuenta que la última nevada que dejó en Madrid más de 35cm de nieve tuvo lugar hace 50 años, es muy probable que no vuelva a vivir una nevada similar en Madrid. Por mucho que haya “disfrutado” la aventura fotográfica, no debiera uno desear que se repita pronto; sería egoísta olvidar el impacto que tuvo la borrasca en la actividad de la ciudad, así como todos los incidentes ocurridos (daños personales, carreteras y aeropuerto cortados, falta de suministros, parques cerrados más de un mes, etc.). Todo esto requirió el mayor de los esfuerzos para los equipos responsables de restablecer la normalidad, a los que todos los ciudadanos estaremos muy agradecidos.
Habiendo transcurrido un año de Filomena, me siento delante del ordenador a finalizar la selección y la edición de mis fotografías favoritas. Con todo el material decido crear un libro “coffee table”, como dirían los angloparlantes; aunque en este caso anexaría la palabra “manta”, y es que el libro demanda ser disfrutado sentado con una manta en los pies, en el confort de la casa, ese que dejé atrás los días de la tormenta para salir a “explorar” Madrid y gracias a lo cual hoy guardamos este recuerdo del paso de la borrasca Filomena.
En Córdoba, a 30 de diciembre de 2021.
Pablo Borrego Rutllant